En los últimos meses se vienen sucediendo de forma concurrente noticias sobre acciones específicas que tratan de establecer la negación y dudas sobre el cambio climático y respecto de la utilidad del multilateralismo como mejor forma de abordar los problemas de orden global y/o internacional.
Esta realidad no es casual ni espontánea, conociéndose muchas razones e intereses que la impulsan y lo que sin duda es peor: parece muy probable que existan otras de la misma naturaleza o no que sin estar explicitados son igual o más fuertes que los conocidos.
Objetivamente y en sentido amplio, las intenciones manifiestas y claras en esta dirección negacionista, encuentran tres circunstancias radicadas en la opinión pública que son utilizadas claramente a su favor:
La propia complejidad de los problemas que son necesarios abordar, con conocimientos y recursos en muchos casos insuficientes para hacerlo.
La dificultad objetiva de creer que alcanzar acuerdos internacionales amplios, alineando intereses diferentes de colectivos, actividades, regiones y muchos países, es posible.
La falta de explicación y valoración de ejemplos de los buenos resultados alcanzados (aceptando como criterio que las buenas noticias no son noticias), que deberían ser referencia y estímulo para avanzar y abordar los problemas más críticos para la humanidad.
Un ejemplo magnífico que debería ser usado como referencia para abordar muchos problemas globales actuales es la solución alcanzada para el problema internacional que ha supuesto la generación del “agujero de ozono” en el planeta.
En el momento de su hallazgo, el contenido de ozono en la atmósfera era un problema de la ciencia básica atmosférica, hasta que la detección en 1984 de valores muy bajos de ozono obtenidos por el investigador japonés Chuvachi despertaron la curiosidad de un grupo de investigadores británicos Farman, Gardiner y Shankin, que en 1985 lo ratificaron. Haciendo posible (debido a su posición en el sistema de ciencia internacional), que esos valores bajos se compararan con observaciones obtenidas desde satélites meteorológicos que permitieron mostrar la disminución drástica de la concentración de ozono en la atmósfera sobre la Antártida y posteriormente en todo el planeta.
Las representaciones gráficas de las imágenes de satélite generaron la “imagen del agujero de ozono” que hasta ese momento era puro descubrimiento científico del cual no se conocía ni el origen ni sus consecuencias, siendo ambas cuestiones objeto inmediato de análisis con dos conclusiones muy claras:
La reducción de ozono tenía su origen en el crecimiento de los CFC en la atmósfera:
Los CFC, acrónimo de una familia de productos químicos, clorofluorocarbonos (particularmente el CFC11), que habían sido un hallazgo industrial de primer orden por su estabilidad y versatilidad de propiedades útiles (tránsito fácil líquido/gas/líquido, poco inflamables, no ser tóxicos para los humanos…), con una multitud de aplicaciones (sistemas de refrigeración, aerosoles, aire acondicionado, embalaje, espuma aislante, solventes…). En definitiva, una consecuencia más de la actividad y crecimiento de la humanidad y del éxito de la industria para resolver problemas, aportando algunas ventajas a la sociedad moderna.
Las consecuencias de la disminución de la concentración de ozono mostraron que facilitaba la mejor penetración de la radiación ultravioleta (ya que el ozono es el filtro que la controla) que produce daños directos muy graves sobre la vida general en el planeta.
De forma poco frecuente (antes y después) en 1985, 28 países se movilizaron para establecer el Convenio de Viena con la voluntad de detener y eliminar la producción de CFCs, dando lugar al Protocolo de Montreal en 1987 (que finalmente entró en vigor en 1989).
La disminución de la concentración de ozono atmosférico venía creciendo desde finales de los años setenta a un ritmo promedio de 2,3 millones de Kilómetros cuadrados por año (que fue posible establecer haciendo el procesamiento de datos de satélites obtenidos antes de detectarse el problema). Siguió creciendo en los 10 años siguientes a la propia firma del Tratado, hasta alcanzar los 29,9 millones de kilómetros cuadrados en el año 2000, máximo histórico de la dimensión del “agujero de Ozono”.
A partir de ese momento, como efecto del Tratado se inició una tendencia a la disminución en diente de sierra, favorecida o perjudicada cada año por la variación de las condiciones meteorológicas locales que, en el caso del máximo de 2000 se vio favorecido según la OMM “por la presencia de un vórtice polar fuerte, estable y frío que mantuvo la temperatura de la estratosfera constante sobre la Antártida, evitando que entrase aire con mayor contenido de ozono y evitando también que las nubes estratosféricas polares desaparecieran” (nubes sobre las cuales se producen los procesos químicos que eliminan el ozono). El mínimo hasta el momento se alcanzó en 2019 (16,4 MKm2), también en condiciones atmosféricas favorables.
El éxito de la aplicación del acuerdo internacional (del que se cumplen ahora 40 años de su planteamiento) se puede objetivar específicamente con datos muy precisos:
-Reducción del 99% de la producción y emisión mundial de CFC.
-Detención absoluta de la disminución del ozono en la atmósfera.
-Inicio de la recuperación de su concentración con carácter general en la atmósfera terrestre.
-Predicciones robustas de normalización en las áreas no polares para 2040, en el Ártico en 2045 y en la Antártida en torno al 2060.
-Inicio del control del incremento de temperatura en el planeta (derivada de la disminución de concentración del ozono atmosférico global), que se estima puede contribuir a evitar el incremento hasta en 0,5ºC en el balance global en este siglo.
El 17 de septiembre de 2009, veinte años después de la entrada en vigor del Tratado (menos tiempo del que ha sido necesario para conseguir algún acuerdo internacional), se alcanzó la rectificación por “todos los Estados miembros” y observadores de la ONU, caso absolutamente singular, lo que podría hacer pensar que, este éxito alcanzado y la rapidez con que se ha logrado es porque ha sido fácil y poco costoso.
No es cierto, se pueden encontrar en diversas fuentes la objetivación de los costes que el desarrollo de este Tratado ha venido produciendo: Desde el coste la eliminación de sustancias reductoras del ozono por kilo (4,40$ por kilo de aerosol o 15,21$ por kilo de refrigerante comercial), hasta los prácticamente 4.000M$ de ayuda que han sido necesarios movilizar para apoyar y hacer posible la reconversión de los países en desarrollo para alcanzar sus compromisos en el Tratado.
Determinar porque un Tratado como éste ha tenido éxito y otros similares no, es esencialmente difícil, pero encontrar algunos elementos específicos de los que lo han hecho posible debe ayudar a construir las condiciones que permitan abordar algunos de la multitud de problemas globales que están planteados, entre ellos (y no menos importante), el derivado de la propia negación de la existencia de los problemas.
Quizás la primera cuestión puede ser la comprobación de lo que este Tratado muestra es que existen problemas globales que exclusivamente son abordables con una voluntad también global, que solo se puede hacer eficazmente utilizando mecanismos de cooperación multinacional. La segunda, es la ventaja de la simplificación de los problemas en unidades singularizables e identificables, cuyas causas y efectos se puedan establecer con claridad, implicando a la industria o actividad económica involucrada, estableciendo los costes económicos y como deben ser afrontados.






